El sacrificio

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El sacrificio

Cuatro son los elementos indispensables para asegurar la calidad de una buena matanza: el cerdo, el tiempo, el matarife y las mondongueras. Un fallo en cualquiera de ellos podría dar al traste con el éxito.

El cerdo, así lo dicen los entendidos, debe ser criado (alimentado) con alimentos naturales y nutritivos: castañas, patatas, maíz, harina, restos de comida familiar, leche... La química, aseguran, estropea la carne y las salazones y embutidos no logran la perfección deseada.

El matarife ha de ser certero y breve, pues el animal no debe sufrir —o sufrir lo mínimo— y la sangre debe surgir de inmediato provocando una muerte casi instantánea.

El tiempo ha de asegurar frío, mejor heladas, con viento del nordeste (el viento sur y la turbonada son peligrosísimos para la conservación de embutidos y salazones) y la luna estará en cuarto menguante.

Las mondongueras, limpias y expertas, serán las encargadas de la confección de morcillas, chorizos, sabadiegos, longanizas, pantrucos... Cada una tiene su secreto, que no gusta divulgar. Como decía Felicidad Somoano, de Gijón, mondonguera en Colunga: «¡Yo qué sé!, todo es cuestión de sangre, cebolla, sal, perejil, grasa, calabaza, pimentón dulce y picante, orégano y... saber hacer. Y además de dar el gusto, hay que cocer bien la morcilla para que no rancie ni arda la cebolla».

Es condición indispensable para asegurar una buena matanza que ni las mondongueras ni las mujeres que las ayudan estén esos días en menstruación.

Al amanecer, casi con el alba, los propietarios del animal empiezan a calentar el agua que servirá para escaldarlo una vez muerto, El bicho, aún ajeno a su destino y en ayunas desde el día anterior, espera en su cubil una comida que nunca llegará.

Entrada ya la mañana empiezan a llegar amigos y convecinos para colaborar en la faena. Una voz suave, familiar, llega al cubil y un grito amigo —coín, coín— engaña al cerdo, que sigue a su dueño/a hasta la desca, donde será sacrificado. Los hombres lo sujetan y acuestan sobre ella; el matarife, con un corte certero de cuchillo, le abre una herida desde el lado izquierdo de la garganta hasta el corazón, poco más o menos. Salta la sangre a borbotones, que es recogida en un caldero; ella será materia prima para la elaboración de la morcilla.

El cadáver, seguidamente, se introduce en la desca, se escalda con agua hirviente y se afeita (en algunas zonas, en vez de escaldar, se quema paja y se chamusca con ella al animal). Los afilados cuchillos acarician la piel con la misma delicadeza que si de un barbero se tratara y al animal, ya tan limpio, casi no se le puede llamar cerdo.

Después se cuelga por las patas traseras, bien abiertas. Un nuevo corte, esta vez vertical, permite la extracción de vísceras e intestinos. Un palo, colocado horizontalmente, deja al animal abierto de par en par para que se oree, al menos, durante un día.