Galletas y barquillos
La palabra galleta, en sus orígenes, se aplicaba a una especie de torta de harina de trigo (pan), de forma aplanada, muy seca, destinada a la alimentación de marinos y soldados en tiempos de campaña debido a su larga conservación. Por ejemplo, cuando Colón salió rumbo a las Indias llevaba en su intendencia «pellejos de vino y cántaros de agua envueltos en piel, tocino y brarriles de galletas duras y quebradizas». El paso de los años y el refinamiento de las gentes transformó la entidad originaria de las galletas en una realidad de golosina: todo fue cuestión de añadir a la pasta sustancias dulces y aromáticas aunque, eso sí, conservando aquella antigua propiedad de secura y de larga conservación.
María Moliner, en Diccionario de uso del español, define a las galletas como «trozos pequeños y delgados de pasta hecha de harina, agua, azúcar y algún otro ingrediente como mantequilla o chocolate que, después de cocidos al horno, resultan secos y crujientes». Y añade: «suelen hacerse en fábricas y no en pastelerías y se conservan indefinidamente».
Las gentes asturianas fueron y son gustosas de las galletas, que preparan de muy diversos modos y maneras: con nata, con mantequilla, con aceite... y a las que bautizan con nombres más o menos característicos: suspiros de... , galletas de monjas, pedos de monja, etc.
Los barquillos tienen su cuna en la oblea árabe; hoja muy delgada de masa de harina y agua cocida en molde. A esta oblea u hojuela se le dio forma de tubo o de vaso (barquito) y a la masa se le incorporó azúcar y miel. Su consumo era muy frecuente en tiempos medievales para conmemorar festividades tanto religiosas como profanas y, pasado el tiempo, la forma de barquichuela o de cañuto cedió paso a otras más originales y cuidadas. La imagen del barquillero, hoy casi perdida, ponía nota de color tradicional en todas las romerías asturianas.